Si hay un sentimiento que compartimos con los animales es el del miedo. Ante el peligro, hombres y animales tenemos reacciones parecidas, adoptamos las mismas actitudes corporales y ambos buscamos, si la situación es extrema, el camino de la huida. Es más, en los momentos de peligro el hombre actúa con reacciones instintivas, casi animales, pues la mente se ofusca y en el cuerpo se activan movimientos automáticos e inconscientes. Será por eso por lo que el lenguaje humano recurre con frecuencia a imágenes del mundo animal para darles nombre a sus propios miedos.
El verbo castellano que usamos para expresar la
inquietud que nos embarga ante el peligro, azorarse,
deriva de azor, por la imagen de la
paloma que, a la vista de esta ave rapaz, se turba, se aturde, se azora lo mismo que cualquiera de
nosotros cuando hay algo que nos quita la tranquilidad y el sosiego (del latín sedere 'estar sentados'). En ocasiones el miedo es tan grande que
el hombre/animal se amilana, se
amedrenta y abate como el avecilla que se siente amenazada por el milano. El miedo tiene muchos nombres y
niveles. El temor puede estar
relacionado con la raíz indoeuropea tem-
que significa 'oscuro', o con el verbo latino tremere, 'temblar'. El pavor
proviene de la raíz peu- cuyo sentido
primero es el de 'golpear, cortar'. Un grado mayor en la escala del miedo es el
pánico o terror que los romanos
achacaban a Pan, divinidad que vivía en los bosques y a quien se le atribuían
los ruidos de origen desconocido que se oían por montes y valles.
Para significar la huida tenemos el descalificativo cobarde en el que se ha buscado la
imagen del perro. Procede del francés antiguo coart derivado de coe
'cola' porque, como los perros, el que carece de ánimo y de valor huye, se da
la vuelta y escapa con el rabo entre las patas.
Hay animales que al verse amenazados quieren a su
vez amedrentar a su agresor; para ello acuden a la treta de simular que su
tamaño parezca mayor. Es lo que hace el gato ante la presencia de su
tradicional enemigo el perro: se arquea, eriza sus pelos y aumenta su volumen.
Es el horror, voz castellana derivada
del latín horrere 'erizarse' y en la
que, a su vez, acudimos a la imagen del erizo. Más descriptivas son las
palabras horripilante y horripilación pues ambas vienen de la
expresión latina horrere pilum
'erizarse el pelo'. Es esa reacción instintiva que, cuando se está ante un
peligro o algo nos asusta, encrespa los pelos del cuerpo y pone de punta el
vello. El mecanismo es sencillo: junto a cada pelo de nuestro cuerpo hay un pequeño
músculo que lo levanta para que el cuerpo aumente de volumen con la intención
de asustar al enemigo que así creerá que su presunta víctima no es un enemigo
pequeño. Ahora, cuando ya se nos ha caído el pelo que cubría el cuerpo de
nuestros antecesores, sólo conseguimos que, al erizarse el vello, se nos ponga la carne de gallina.
Si las cosas se ponen muy feas, la solución más
acertada es la de escurrir el bulto, salir por pies y poner tierra por medio.
Todo bicho viviente sabe que para alcanzar mayor velocidad no hay mejor
solución que la de largar lastre, tal como sucede a las aves que, al verse
amenazadas, evacuan sus intestinos. El cuerpo humano reacciona ante el peligro
con similares soluciones, que se traducen en diarreas fulminantes. Así, del gitano
español nos ha llegado la voz canguelo,
procedente a su vez de la tercera persona del singular de la raíz k(h)and- 'heder', 'apestar', derivada
del hindustaní gandh 'perfume',
'olor". En otras palabras, ante un gran peligro todos se jiñan, o sea, se
cagan de miedo.