Siempre ha habido y habrá gente que presume de fina
y elegante sin serlo. Todos conocemos a alguien que, con la intención de
demostrar su riqueza y elegancia, no consigue otra cosa que hacer el más
absoluto ridículo y dar muestras sobradas de mal gusto. Estas personas, en
lugar de ser tenidas por refinadas y exquisitas, son el vivo retrato de la
afectación, la ridiculez y el remilgo. También estamos hartos de ver muebles y
objetos extravagantes y ridículos, de la misma manera que hemos podido leer a
presuntos literatos que a fuer de originales han creado textos insufribles.
El caso es que la lengua española carecía de la
palabra exacta para descalificar a estas personas o cosas hasta que un día
encontró una que les venía como anillo al dedo: cursi, con sus derivados cursilería
y cursilón. No ha sido fácil rastrear
el origen de este término porque, como afirma Corominas, el vocabulario
familiar y jocoso presenta siempre grandes dificultades, pues en él abundan las
palabras de explicación anecdótica.
Como la palabra cursi
había comenzado a usarse hace poco más de siglo y medio en tierras andaluzas,
los investigadores intentaron buscarle un origen gitano; esta hipótesis fue la
primera en ser descartada. Después se pensó que pudiera derivarse del inglés coarse que significa 'ordinario',
'grosero', o bien que proviniese del francés coursier 'propio de un corcel de torneo', de donde se habría
aplicado este término caballuno a los atavíos mujeriles. Ninguna de las dos
opciones parecía la acertada.
Debemos acudir al investigador navarro J. Mª
Iribarren para saber con seguridad dos datos: que la palabra cursi nació en el segundo tercio del XIX
y que fue acuñada en Cádiz. La anécdota o circunstancia que dio lugar a que
esta palabra fuese creada y empleada con el sentido actual, es más polémica.
Según Sbarbi, en su Gran Diccionario de Refranes, la cosa sería así: en Cádiz
vivía una familia que llevaba el apellido Sicur, parte de la cual la componían
varias hermanas que, vistiendo de lujo, lo hacían con ridícula afectación. Unos
jóvenes de buen humor, pertenecientes a las clases más distinguidas de aquella
sociedad, aficionados a burlarse hasta de su sombra, y empleando la metátesis,
es decir invirtiendo el orden de las sílabas Sicur, dieron en llamar cursi a toda persona que en su modo de
vestir lujoso, pero sin garbo, era una viva imitación de aquellas señoras.
En su extenso estudio Iribarren recoge la opinión de
otro investigador, Ramón Solís, para el que la palabra cursi procedería de las hijas del sastre francés Sicour, que llegó
un día a Cádiz con los últimos modelos de París. Los estudiantes de Medicina de
aquella ciudad la tomaron con ellas y les dedicaron una copla cuyo estribillo (Las señoritas de Sicour, Sicour,
Sicour...), repetido muy rápidamente, daba lugar a la palabra cursi.
Estas serían en resumen las peripecias que ha
recorrido esta palabra típicamente castellana, apoyada o no en un apellido
extranjero, con la que se pone de manifiesto la desproporción entre la belleza
que se quiere demostrar y los medios materiales que se esgrimen para
conseguirlo. La cursilería en sus principios fue el 'quiero y no puedo' de las
elegantes de la clase media que trataban de seguir la moda y de imitar a la
aristocracia en trajes, adornos y viajes. Andando el tiempo, el denigrante
apelativo fue ampliando su alcance hasta comprender todo lo inelegante,
ridículo o de mal gusto.