viernes, 11 de junio de 2021

40. Al principio fue el verbo

 

Lo más parecido a un diccionario es la guía telefónica; y si me apuran, las páginas amarillas no son otra cosa que un diccionario de sinónimos. Hay otras semejanzas: ni la guía de teléfonos, ni el diccionario son libros para ser leídos; sólo para ser consultados. De la misma manera que el listín telefónico nos ayuda a encontrar el número de un abonado, el diccionario es un instrumento imprescindible para resolver dudas ortográficas y problemas de significado, o para comprobar si la extraña palabreja que nos sale en el crucigrama existe realmente. Hay que estar loco o ser un lexicógrafo empedernido para enfrascarse en la lectura de pe a pa (mejor, de la a a la zeta) de un diccionario.


Porque al principio no fue el verbo; antes estaba la cosa. "Hablar o escribir no es decir las cosas, o expresarse no es jugar con el lenguaje; es encaminarse hacia el acto soberano de la denominación, ir, a través del lenguaje, justo hasta el lugar en que las cosas y las palabras se anudan en su esencia común y que permite darles un nombre. La tarea fundamental del discurso clásico es atribuir un nombre a las cosas y nombrar su ser en este nombre" (Foucault). Si queremos llegar a ese punto de encuentro, deberemos plantearnos cuál pudo ser el mecanismo que puso en marcha el lenguaje humano. Por lo pronto hay que decir que no fue un relámpago que iluminase la mente de nuestros antepasados, sino más bien un lento amanecer, un proceso dilatado en el tiempo y paralelo al desarrollo intelectual del homo, primero erectus y después sapiens.


Ninguna de las teorías propuestas para explicar el origen del lenguaje humano ha conseguido aclarar fehacientemente tan oscuro enigma. La versión más antigua y sencilla es la bíblica, tenida por dogma hasta no hace mucho tiempo, y es la que propone un origen divino. Dios, en una sola clase magistral, y señalando con su dedo a modo de puntero, habría enseñado a aquella primera pareja de alumnos aventajados que estrenaba paraíso los nombres de cada uno de los animales, plantas y cosas que pululaban por un mundo aún caliente y recién salido de aquel dedo todopoderoso. Esta teoría descrita en el Génesis se enmarca en un tiempo y espacio míticos, poéticos y, a todas luces, acientíficos.


Otra hipótesis, esta más humana y plausible, propone que el origen del lenguaje humano bien pudo nacer de la necesidad que tenía nuestros antepasados de aunar esfuerzos en las peligrosas tareas de la caza en común. Aquellos avispados predadores lanzarían gritos (algo así como, ¡ahora!) semejantes a nuestras actuales interjecciones. Estos primitivos sonidos inarticulados bien pudieron ser el germen de la palabra; es la teoría denominada ho-he-ho.


Por último, y sin descartar otras opciones, hay quien opina que las primeras palabras nacieron como voces imitativas de los sonidos y ruidos que animales y cosas producen. Lo mismo hacen los niños al decir guau para referirse al perro o brrrum para la moto. Es la hipótesis onomatopéyica o guau-guau. Sea como fuere, de lo que no cabe duda es de que los primeros pasos de la humanidad en el terreno del lenguaje debieron de ser simples balbuceos, y que su vocabulario inicial sería tan pobre, simple y concreto como el de un niño que comienza a hablar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario